miércoles, 24 de octubre de 2007

El libro de los conejos (1992-1997)


por la grieta del sol se filtra una luna de polen que tiene una grieta en el centro de su cuerpo y desde allí irradia luz, una luz tatuada de luna y así el niño, pequeño gran Tatuador de sus seres, revela sus laberintos, su buceo. No importa si la muerte babea sus rodillas; ahora, si los elefantes vienen a mojarlo, entonces está en problemas porque se hará pesado y su cisne caerá en una caricia de compasión hacia ese ser grandote que lagrimea sobre él. La víctima le quita al verdugo el peso de matarla, le explica: todo a su debido momento. Entretanto una muralla de termómetros se alza alrededor del infierno del niño.



Tenía que encontrarte y no me quedó mas remedio que salir a buscarte. Intenté primero en el desierto. Caminé días enteros bajo la ceguera de ese sol idiota, la arena se hizo mis ojos y entonces pude ver que no estabas en el desierto, pero sospeché que podías haberte escondido en el humus o dentro de un cactus. Comencé por el humus, mis ojos abandonaron la arenosa superficie y volvieron a ser mis ojos, por lo tanto tuve que empezar a escarbar, encontré humus, tu no estabas pero el humus es tan inmenso como el desierto o más, entonces me coloqué humus en los ojos y aspiré con ellos y pude ser todo el humus y observé con furia que allí no estabas tampoco. Los ojos le ardían pero a la vista había un cactus, decidí probar suerte, lo destrozé a golpes de puños, me sangraban puesto que tu supuesto escondite estaba cubierto de espinas que no temí y allí tampoco estabas. Continué destrozando cactus hasta comprender que no te escondías en ellos, mis manos ya no me servían, estaban destrozadas por las espinas y mi cólera. Huí del desierto viendo que allí no estabas; mientra me iba me bajó la idea de que podrías haberte escondido bajo otra apariencia, es decir que podrías haber cambiado tu cuerpo por otro y la tristeza me inundó porque temí haberte asesinado a puñetazos en el desierto o haberte ahogado en mis lágrimas. Me desesperé, arranqué mis pelos, mi pasado, procuré olvidarte, todo en vano, tu no estabas junto a mí. Creí verte en un gorrión, en una toalla, en un anciano que era arrollado por un coche último modelo, en el coche último modelo, en una moneda de diez centavos que rodaba hacia una alcantarilla, en mi órgano sexual y al fin en mí. Y cuando te vi en mí comencé a besarte, a golpearte, a penetrarte, pasión y odio formaban mixturas delirantes en mi interior, a besarte, a golpearte, a amarte, y mi búsqueda desesperada ya no era sino parte del pasado arrancado y arrojado al inodoro con los pelos, estabas en mí y estarás en mí hasta el fin de mis noches.





- No, no me digas que tal vez alguien, ¡¡ no me digas que tal vez alguien !! - Pero y si no? No puede ser, es piedra.- Callate, episodio mudo.En el piso diagramó mudas acotaciones. Luego las borró, la idea de la perpetuidad de una aseveración tambaleante lo hizo retroceder. Pensó otra vez en la animación de los objetos inertes, en la relatividad de toda inercia y concretamente en el tótem. La aureola vacía reposaba en el estante como un anillo de ausencia y la madrugada galopaba el reloj que portaba esa muñeca titubeante de prismas en el aire de tabaco de la habitación. Silencio de esfinge. Mirada teledirigida. Ojos destinatarios enfocados en las anotaciones borroneadas del mosaico. Ojos destinatarios reciben presión de otra mirada y se elevan. Encuentro de miradas, desconcierto; ¿vamos?; ¿adonde?; no sé, afuera; ¿para qué?; respirar; no respiro más; dale; andá vos; no te voy a dejar solo acá; gracias; de nada, ¿un nebulizador? Misil teledirigido. No existe buque, sólo una gaviota que ríe. La estupidez de la gaviota reside en que no podemos reírnos de nadie. Hoy toda despensa vende latas de ironía; no, gracias, me quedo en mi pesebre y como paja.- Sentémonos en el piso.- ¿De qué zoológico lo sacaste? Misil.(ahora cámara lenta para los dos sentándose en el piso). Los pómulos descendían presurosos hacia un gris de tiza blanca. En la frentes se dibujaron mapas mexicanos. Enciclopedias de geografía y mitología corrieron vértigo por las mentes de ambos y esa maratón de datos bajó un hedor tieso de perfume vegetal a esos cuerpos en caída, huevos de carne. Balanceo de nervios en ese muelle averiado de pensamientos multiplicándose en la nada. Huevo sin luz cayendo en sí mismos, el aljibe de la ignorancia. En el estante, quietud de casa abandonada. El tótem, sentado en la silla, comenzó a desperezar con un bostezo de telarañas.




La mosca roja está frente a mis ojos. Es una amenaza egipcia, un vómito de abismalidad, un telegrama ancestral que proviene desde el útero de una pirámide maldita. La mosca roja suspendida en el aire, en pausa, en espera, al acecho de mi pánico mal disimulado. Tiemblo, ella no. Me observa, y me analiza. No necesita agitar sus alas para mantenerse así, detenida frente a mí, que no vacilo en no parpadear siquiera, que tiemblo y ella no. No toma impulso pero noto que avanza hacia mi rostro en línea recta e inmutable. El destino está en sus ojos, el hado de sus pupilas me fulmina mientras se acerca en vuelo directo a mis ojos que posiblemente se hayan puesto bizcos porque ahora veo dos moscas que me apuntan con dardos de mitología sangrienta y viva y cierro los ojos por instinto y siento la muerte misma lengüetearme la nuca y es esa humedad prehistórica la que me hace abrir otra vez los ojos para ver que las moscas ya no están, que se han esfumado, como todo indicio de felicidad, como esos ojos rojos de un faraón furioso que ahora creo ver en las cerraduras del armario que me mira desde otro lado parece.

Miro el jarrón. Veo cómo sale la cabeza. La boca del jarrón se dilata. Viscosidad es expelida. El jarrón se retuerce. Le duele ser conducto. Un signo de pregunta se posa en la mano de una deidad. Aquel tiembla: responsabilidades. El dios apunta con su pulgar el piso de ese limbo que es un palacio en un limón. El signo de pregunta se desintegra. El jarrón se resquebraja y se deshace. El cuerpecillo pegajoso está en manos de un palmito que habla. Otro palmito barre los trozos de jarrón mientras el dios inhala ambrosía sobre una mesa de vidrio.


La boca de la serpiente se abre. Se abre mucho. Tanto que conforma ahora la noche. Entonces él sale a caminar y sabe que ha sido devorado por esa serpiente y sabe también que otro han preferido quedarse dentro del huevo catódico. El sube la escalera que tuvo enfrente hace instantes y sabe que recorre un tubo reptante. Se queja porque los escalones son filosos y se tajea los pies al avanzar, pero avanza. El dolor se agudiza y para poder soportarlo se clava los dedos en los ojos, cegándose. Ahora su penar es la invidencia pero avanza. Transcurren años pero avanza. Y avanza hasta el final de la serpiente donde no hay luces ni voces ni recuerdo. Obsérvalo encadenado a ese eterno rebote.

El reflejo de su rostro en el agua se le confunde con la boca abismal de ese pez que emerge repentino y lo devora íntegro cuando amanece en la ciudad y ese violeta que nace... ese violeta.

Que la ojera se expanda, que la cafeína se inyecte en mis ojos, que mi mente se bañe de sudor, que explote la sangre que se contiene, que las venas dancen un ula-ula, que mis colmillos se ensarten en tu cuello, que grites, que me salpiques con adrenalina, que te extingas en el último terror, que mi orgasmo sea un cielo negro que cae sobre ese cuerpo que es el mío y que abandono para que me acusen de irresponsable.


La riña entre ellos comenzó creo un 3de agosto y finalizó ese mismo 3 de agosto diez minutos más tarde del inicio de la misma (¨la misma¨ ¨la misma¨ la misma puta e inservible solemnidad: !oh dioses de estiércol, santifiquen mi agonía!). Creo también que se miraron y se arrojaron sendas víboras violeta. Esa guerra de luces vivificó las paredes y la sordidez del cuarto hasta que la mirada de ella fue más poderosa y él debió desviar sus rayos y apagarlos. Ella sonrió vencedora momentánea apagando los suyos. Caminó hacia él esos dos metros que los separaban y le acarició una mejilla casi oscura. Ella despedía de sus poros un vapor napoleónico que escribía en el aire un ¨puedo matarte, rata¨. Sobre las baldosas los ojos masculinos vomitaron horror y súplica, la blusa de ella también fue salpicada. Ahora él lee ¨voy a matarte ahora¨ y cierra esos ojos que ya no abrirá.

- No te pierdas. El consejo, la súplica se oyó desde el otro lado. Del teléfono. Una respuesta balbuceada se deslizó a través de los cables para incrustarse in the another tímpano. ¿El quid de la cuestión? ¿El fibroma latente? ¿Qué sistema métrico se necesita para medir estos espacios sin forma visible que se instalan frente a nosotros en instantes tibetanos? ¿Un bandoneón que relincha o una foto de Piazzola acariciando un caballo con teclas en el lomo? ¿Abogar por la caída de las máscaras en pleno carnaval, en medio de los rugidos de las duchas? ¿Life gives surprises? ¿Tener el terror constante de que una bagnacauda cobre vida y nos abrace toda una tarde de verano con pasión casi pornográfica? ¿Compasión casi pornográfica, casi sacerdotal? Pregúntense: ¿puedo no perderme?



CULINARIA.
- Son travesuras - arguyó la señora diagramándose una redonda estupidez en el rostro. - Señora, ¡¡ han asesinado a martillazos a esa pobre niña!! ¡¡ Merecen morir!! - Pero ellos no sabían ... - ¿¡ Qué estaban matando!? - Son unos pequeñuelos. - !Son unos demonios homicidas!En la playa, la arena alisándose para unos ojos que la miran atardecerse, entre ruidos de olas explotando y chillidos de gaviotas tercas luchando contra ventolinas verdosas. La paradoja se instala cómoda en el aire demasiado movedizo. Hay un cadáver, una milanesa de sangre, una vida aleteando hacia un anzuelo aéreo que irremediablemente se aleja, se diluye en un vacío inimaginable, nauseabundo, antidigestivo. Una vidita, rizos de oro machacado, puré de inocencia. Y allí frente a esto, los gemelitos cocineros aún martillo en mano, con una sonrisa (dos sonrisas) extraviada en una galaxia de culpas de papel crepé, había sido divertido, redivertido, pero los grandes no entienden nada, !nada!
Los gemelos conocen ahora el verdadero sabor de la sal. Una opresión torácica los sumerge en un sueño precioso aunque sin piyamas. Una succión les quita toda inocencia y ennegrecen y se hinchan. Luego flotan y son nada.




Cuando los siete cabezas de alce se asomaron en la puerta de hierro, el escalofrío ese te chupó el último resto de calma que conservabas tibiecito ahí bajo las deshilachadas mantas y unas gotas de algo comenzaron a resbalar hacia tu mandíbula, ya una pandereta. Supiste que el momento había llegado, que ahora sólo era dejarse llevar sin oponer resistencialguna, el destino es el destino, la muerte por qué no un edulcorante. Te dejaste tomar, permitiste ser conducido por ese pasillo apestoso -ese olor a carne cruda, ese olor a carne cruda-, dejaste que te desaten, que te vuelvan a atar pero ahora en esa cruz inmensa. Viste otra vez la luz mientras te conducían pesadamente y erectaban la cruz contigo encima. Apenas te inmutaste cuando oíste la premonición del cuervo que se posó junto a tu cabeza y comenzó a escarbar en tu oreja. Desdeñaste perfectamente las carcajadas de los alces que te miraban luchar sin brazos, sólo cabeceando contra el cuervo. Sólo gritaste cuando ese pico tan puntiagudo pinchó tu ojo para luego arrancarlo y devorarlo como quien devora un jabón frutal. Decidiste no morir aún y endureciste todo tu cuerpo, quisiste convertirlo en insensible roca pero los cuervos eran cada vez más y tú cada vez menos.


Me hablo, me susurro cosas al oído, me autoapremio, me comento secretos obcenos con el fin de ruborizarme, libro una desesperante batalla entre mi emisión y mi recepción, soy objeto de mi burla, de mi juego perverso, de mi oscuridad sonriente, con la mandíbula produzco acoples casi demoníacos que perturban abiertamente mis tímpanos quienes quieren pero no pueden huir ante tan atroz suplicio, ante tal cosquilla hiriente, también canturreo ritmos inadmisibles con el fin de intensificar el flagelo auditivo, me grito, sí, ahora me grito, me atormento con alaridos felinos, felinos, y esta garra pesada que desgarra una de mis orejas que cae como papel sobre mi pata mientras observo con apetito la presencia de un sabroso ciervo y el león mutilado corre hacia su presa y la alcanza y la destroza y la devora y ahora vemos la imagen de esa oreja humana caída sobre el pasto seco y la locura no posee baúles, moraleja.


Debido a que a través del después de un nunca averiguamos cuantos problemas de identidad identificaremos el día en que la perdamos, me identificaré puesto que no me encuentro.


Basquet. Yo armador. Hago picar la pelota armando mentalmente la jugada. Mi equipo son mujeres. Mientras pienso la jugada, ellas ojos en blanco, rostro pálido, con los brazos hacia mí pidiéndome con desesperación que les pase la pelota. Parecen zombies en el momento en que desesperan. Cuando les paso la pelota automáticamente encestan y vuelven a ser normales.


Los puñetazos en su propia panza se repitieron. El aullido era seco, mordaza. Y entre el aullido un llamá llamá perra desintegrada llamá hacía erupción desde la panza golpeada. Miró la pared con la idea de azotarse la cabeza contra ella, pero su ira no era tanta, pero tampoco tenía conciencia de esto, así que la cabeza se estrelló contra la pared y él, acompañado por su cuerpo fue a parar al piso alfombrado: tornado de prismas plateados, nebulosidad, bosque oscuro, vago recuerdo algo así como ella y él caminando por un parque o una selva o ese anterior bosque y... ...nebulosidad, ¡luz!, ahhhg, ¿¡qué es esto, sangre!? ¿¡qué pasó!? Se dirigió hasta el baño, tomó algodón, lo mojó con agua oxigenada y presionó sobre el tajo en la frente. Caminó algo tambaleando por la casa. Entre el sol y un espejo colgado en la pared se producía un contacto sexual. Un rayo de sol penetraba la vagina en la que ahora él se observaba la herida, bordeada de sangre seca. ¿Serán las ocho ya? se preguntó para luego mirar el teléfono de una manera que hubiese incendiado un helecho. ¡¡Timbre!! Sobresaltado pero con lentitud gasterópoda, se dirigió hacia la puerta.- Quién es.- Yo.- Qué querés.- Hablar.- Hubieras hablado ayer.- ¿Ayer cuando?- Ayer por teléfono.- No pude.- Ya sé. Y la puerta se abrió. Y ella entró. Y ella preguntó ¿y eso? y él me caí.
Y ella ¿otra vez estuviste... Me caí y punto, ¿de qué querés hablar? Bueno, si me vas a tratar así, me voy. Como ella no era ni parecía un helecho, el barrio en calma. El fue hacia la heladera y saco una compotera con gelatina de naranja cuchara incluída. La cuchara estaba fría y por el gesto de él ella lo supo. Comenzó a comer la gelatina mirándola judicialmente, mientras una cucaracha iniciaba con sus hijitas un alegre paseo por la canilla de la cocina.- Sabés Gonza, creo que esto...- ...no da para más.- Sí, mira, yo necesito pensar...- ¿la decisión está tomada?- Sí.El arpón disparado atraviesa el lomo del crustáceo y las cucarachas que pasan del puente al túnel, apurándose entre ellas y compotera de vidrio y restos de gelatina estrellándose contra un rostro femenino y ella eyaculando pánico y ahora sangre desde su pómulo derecho porque el vidrio corta y un trozo de gelatina cae sobre su zapatilla derecha pero ella no lo nota puesto que al instante recibe una patada terrible en el pecho y cae sobre el aparador que abre sus fauces y la devora como un leopardo enceguecido por el hambre.



Es ella tan bella. Es... porcelana. Su piel lactescente es un ir y venir de blancas ballenas diminutas. Su estampa es de obelisco. Su pelo es una lluvia de caballos. Me comería con doradas papas esos ojos muy verdes, tanto que me avegetalizo. Su boca es una piedra que no existe, sus labios par de orugas libidinosas que se humedecen mutuamente. Si hablo de su cuello subo a la terraza y me arrojo. Así como me arrojo sobre sus tetas si las orugas danzan una sonrisa. Digo de sus senos que son jarrones chinos. De su panza no digo nada pues allí mora el ombligo, voyeur de mi desesperación. Su vello púbico es un teatro donde mis actores interpretan su propia vida. Su vagina es un pene que taladra mi coherencia. Pero también es una flor y una parábola que Cristo relata a sus discípulos. Si hablo de sus piernas, sólo lo hago por amor: son escaleras, o pulpos pero con forma de escaleras. Sus pies son témpanos. Cuando la fiebre me abrasa, ella los coloca suavemente sobre mi frente y el alivio es orgásmico.Ella está sentada en el inodoro. Caga. Sus mandíbulas se endurecen y su abdomen. Se oye desde lo profundo un sonido de agua azotada. Ahora vuelve a ser blanda. Me sonríe. Se sienta en el bidet. Observa su obra.


Este cielo es una nítida fotografía del caos. Es una lactancia, un anonimato de fuerzas inmóviles, ¿al acecho?Veo que los edificios son torpes intentos de ambiciosos. Que los titanes terminan sin tripas. Que sí, el fuego es eterno, así como nuestra imposibilidad de mantenerlo encendido. La leche se derrama a la misma velocidad en que gira la aguja chica del reloj. ¿Para qué seguir escribiendo si esta hoja ya se quema? ¿Dónde encontrar alivio si desde el Pezón la leche sale con nata?


Sostenía con firmeza el ramo. Calas. Copas blancas, de corazón encerado, un tótem. Que tiembla, se suscita un tenue movimiento en sus bucles alimenticios. Copa protectora, tótem a salvo de abejas laboriosas, de aguijón atento a la zarpa superior, mera hipótesis, la balanza se inclina hacia el signo antagónico. El temblor no se genera en la flor, en el ramo, no. Proviene del cuerpo que sostiene el ramo, precisamente la mano, el brazo, tronco, cuerpo entero en temblor sordo, sórdido (no es un juego de palabras, el temblor es sordo y sórdido, sórdido por ser vástago del tacto, de un encuentro de músculos), producto de una noticia carnal. No es que caigan gotas desde el ramo o desde los ojos pertenecientes a ese cuerpo que con una de sus manos sostiene un ramo de calas que tiembla y se resguarda de ataques. Y es sordo porque en esa erección de espinas en la piel no hay indicio alguno de audición. La lágrima se sostiene en la tormenta contenida, se produce un cactus. Ha surgido una raíz macabra. Las letras de una resurrección acaso dejan leerse. Un tobillo ya no forcejea, se entrega a la succión terrosa, a la jeringa, a la lombriz. La luna nueva se arroja sobre el cementerio y algo se cierra, se deja absorber.


Si la leche produce repugnancia puede reemplazarse por matricidio o pilas alcalinas. En todo caso si la merienda ha de ser ingerida en lapsos de lucidez puede el paciente optar por una muerte urgente y abrir el cajón de los cubiertos con aire de planta y aplicar cuchilladas a todas esas tortugas que implican seguir respirando.


La toga concluía débiles truenos. Fervientes cristianos abogarían por "finísimos retoques". Pero todo gavilán alerta es alertado doblemente por sus antenas erectas y allí se apaga todo furor. Admitamos que cierto pasado inmediato había recolectado un elogio colectivo para el célibe. Pero ese pasado toda mi suela le cae encima y ahora es una crema negra todavía móvil por postreros reflejos, destellos de una corona de rasgos sexuadamente hipócritas, seductores de la banana, abalorios pringosos, la goma de la herencia. No me envidien, mis manos ya no caen sobre ese cerdo que huye en carruaje de mi daga sinuosa. Voy preso por intento de homicidio.



Gruñe oso narcisista zumba alto que la noche se congrega en torno a nuestro temblor. Temblamos porque intentamos sujetarnos inútilmente. Los glóbulos fluyen y no somos muralla de piedra, entonces el temblor. El pelaje vibra en contacto lumínico con cierta estrella. ¿El motivo del espejo? : la excitación del ojo que busca lo indeseable para lenguetearlo y así suplicar misericordia. El oso quiere vivir. Teme por su integridad mental. Crujen sus contensiones. Se acaricia el lomo para deshostilizar la epidermis. Siente la caricia, el roce lo desciende, lo sitúa en la gravedad. Se recuesta sobre cunas del trópico que forman un gran pubis adormecedor. Es pluma que cae en sonrisas hasta que observa con ojos de planta que sus ambas manos reposan, niñas, en su entrepiernas breve de sexo ahora. Entonces se practica una inversión y la caricia dorsal apaga toda calma, puente que expira. Ahora algo disminuye y un ovillo brota.


Llueven granos de telgopor. El sonido de los zapatos al pisar lo llovido es un graznido de navajas. Yo, recolector de oráculos, salgo con la canasta y me hago de una buena provisión de tímpanos. Pongo el agua a calentar. Hago té auditivo. Bebo. Al cabo de tres minutos un lobo sale corriendo de mi casa y yo no sé donde estoy.



Recibí en mis manos el Gran Ovario. Irradiaba calor y ese frío tan intenso penetró por los poros e inundó mi sangre, mi cuerpo, todo este plástico. La pelvis floreció y los jardines se plantearon. Niñas, hormigas y hamacas pueblan mi soledad crepuscular equiparable al avance del pingüino en la fotografía. Se sale, se sacude la nieve y la alfombra se humedece. Corro a secarla. Mamá es cuidadosa.


Lo cómico fue el pensar demoníacos silencios perpetraban los diálogos internos. Como puertas los ojos entornados sin abandonar su espiral naturaleza. Giros ásperos nada más, pérdida de tiempo, temporal, lluvia seca. La risa agitaba las cortinas. Baile de víboras debajo de la mesa de vidrio. Aureolas de alcohol proponiendo un circuito de saltos. Nada de gatos. Pero sí flores transplantadas hacia la piel del comediante irónico. Flores marchitas en el desierto de gallinas. La gota de un reloj se dispuso a ser muerta por las manos del inquisidor inclinado sobre sí mismo como si quisiera elevarse en forma de globo aerostático. Muerto el antiguo torturador a manos de la santa inquisición, el cuchillo.- Antes deberás salir, hay que saludar al colorado.- ¡ No, basta de indios!.El ojo de sangre derrotó en un impulso a la comicidad del inventario. Hay desmoronamiento de roedores hacia la alfombra. El vidrio se diluye como toda percepción y el colmillo de la víbora hembra resplandece, precipitándose en el cuerpo del comediante, es decir si a ese bloque blanca de inexistencia se le puede llamar cuerpo.


Sucede que vivo de cavilaciones duplicadas por guillotinas que enturbian aún más las costras de mi acumulación marítima embriagándome por doquier de palmeras como cuernos que duelen al atardecer.
No es que debilite una muestra de aluviones grises, es que pendo en monedas como tetas que perdí por no saber maniobrar los minutos que queman la noche.


Con los ojos hirvientes de amor concurre la madre al llamado del hijo, se abanica las faldas, arde en llamas, en esponjas que descienden por sus piernas como sanguijuelas despavoridas. Atraviesa el pantano denso que se alza en el vestíbulo. Arranca los árboles que le cierran el paso hacia su niño, se bate a duelo con las enredaderas arácnidas que le babean el rostro y las vence: todo lo hace por amor. Sólo lagrimea en el último tramo pues se incrusta en los pies los más agudos juguetes que el niño ha desparramado en ese sector para que el auxilio sea aún más heroico; ella llora porque el auxilio es demorado por quien lo necesita y eso le insinúa prescindibilidad. Con los pies sangrantes llega a la puerta de la habitación, de una patada la voltea y entra. Su hijo sonríe desde un rincón que no lo hace.



Las manchas de las brujas debajo de las sillas abordan los navíos en los ojos del niño. La invocación es involuntaria pero el olor despedido hace temblar de ansiedad a los almohadones que ahora parecen flanes dispuestos a engullir en lugar de ser engullidos. Todo adquiere movilidad de pato enérgico. La carencia en el nivel donde se desarrollan los escudos estampa la inmovilidad de todo lo que no es pato, digamos por ejemplo un niño solitario en una casa un tanto inquieta. Inversión en el juego ancestral, en su explicitación superficial, captable. El temblor es propiedad de lo opresivo, lo oprimido padece congelamiento. Un hedor marino puebla la habitación. Una sombra de sustancia en ascenso se mece entre los omóplatos pequeños. El piso chapotea sobre sí mismo, tal es su pérdida de solidez. El niño está siendo chupado por un caracol cuando en sus manos florece una nación de gallinas que desintegra todo mundo. Ahora vuelve a la nada justo a tiempo, su madre se acerca revoleando una cuchara bañada en salsa.



Pendo en el lado negro de la bañera. Adopto maneras de esperma póstumo. Practico adulterios con las canillas que gotean mientras sonrío a los horrorizados por tal actitud. Defeco incongruencias para hipnotizar niñas. Ah sus trenzas de iguana. La saliva aplaude una baldosa que no se asquea sino que trampolín. No digo ser duende, digo goteras hilarantes con la acrobacia de un gesto no ocurrido. Hay hímenes que descerebran toda herencia de parsimonia por el moco del mono así como pañuelos ictíneos que envejecen lagrimeando su condición desértica para que alguien se apiade y les regale un anillo de sudor. Puedo y no quiero y viceversa. Ahora, si vas a seguir mirándome, vas a seguir mirando a un silencioso idiota que sigue y sigue mirando la nada, como siempre que es de noche o anochece y estamos juntos para qué.



Desde las camisas de fuerza alguien llama. Una niña, susurro. Anda por los techos. Salta de tapial en tapial. El patio ennegrece sin pompa. Muere la muerte alegre del jardín que no ha sido prostituído por sus menesteres. Se hace humo y delirio. Sus pantorrillas configuran el universo móvil de mi fe hemiplégica. Trastabilla, no cae. Sonríe con la mueca de los ángeles nacidos para un mal sin propósito, sonríe desde la ubre constelatoria que es el toldo mágico que nos llueve el agua que a veces no moja estas grietas.Las plantas absorben el rocío. Los pequeños insectos comienzan a abandonar toda pequeñez. Todo avanza hacia el grado del temblor. Una ventana tiende a abrirse pero más allá de la tendencia la realidad permite a las flores exhibir la piedra que las late. Unos deditos muy blancos, elevación de ramilletes, acto cónico: el hombro es caminado. Me doy vuelta, veo: lo negro es este espejo y caigo.


Hijo de la palidez. Monstruo. Concurrencia al crimen de ser. Aguas colmadas de recipientes. El ojo de su rostro llora en el filo de los juguetes. Tose. Gime el nombre extraviado. Cae sobre las lámparas y se electrocuta. Los elefantes lo rescatan.


Los ganglios se desmesuran, dedos de acero presionan las sienes, una ortiga se estaciona en la garganta serruchándola. La ojera se abre como estela de terciopelo, apoderándose de un rostro canceroso. Introvertidas pastillas intentan un exorcismo que es reducido instantáneamente a polvo impotente. La enfermedad repta su densidad en el desierto arterial: la aorta late una ebullición de arenas. La fiebre se afogona tras dos ojos quebrados por el sopor. Todo bálsamo se debilita a ingresar en el campo de batalla puesto que el clima premortuorio que domina el cuerpo es dinosáurico y apalea todo brebaje. Pero la muerte no vendrá. La agonía de la sensibilidad perdurará en un estado supratemporal y los ojos ahora extremadamente abiertos por una puntada perversa en el cerebelo ya no piden agua, ya no piden nada, sólo parpadean in vitro.



Recostado sobre un cítrico que lo cobija, el niño revienta las burbujas tóxicas que anidan bajo sus costillas. Los conejos, lentos doctores, tardan en socorrerlo. Mira el reloj y los minutos pasan uno a uno como fantasmas de mimbre en la noche tormentosa que se cierne sobre aquel que ahora deposita una zanahoria junto a su almohada y apaga la lámpara, exhortación.


Aún lo besaba. Y las formidables señas que el oso desplegaba fortificaron la fiebre del niño. Los amantes se mezclaron entre los caireles flotantes y se hicieron homogénicos, sinuosos, aceitosos y térmicos respectivamente. Los conejos, doctores naturales, aún dormían en la humedad del ocio y nada podía hacerse para que los elefantes no quisieran matarse al oír que el niño, perdido en hornos de tela, exclamaba: ¡miren, platos de esperma!



PROPIETARIO.
Agoniza la agonía, gordísimo, en el cristal se proyectan hipocampos de luz, las olas se van quedando dormidas, agoniza la agonía. El dolor, gordísimo, miralo cómo se va, como perro al que le pisás la cola, como el sol éste, ehh, que es de noche?, bah qué importa, si ahora alguien me saca fotos desde atrás del vidrio, el Fotógrafo. Yo te dije que un día de éstos me pasaba a buscar y ahí tenés: carroza estacionada afuera. ¡Pero no tengo miedo!, dicen que siempre hay que estar cambiando, no?, y bueno, esto es sacarme ese piyama de plasticola que tengo puesto desde siempre y salir a dar una vueltita así en bolas por afuera, por otro lado. Que las lágrimas? Pero si son de la emoción o no te das cuenta? Al fin, regordísimo, agoniza la agonía, basta de transpirar la camiseta, terminó el partido, ¿qué importa si gane o perdí?, ¿no dicen que lo importante es competir?Ahh, el Fotógrafo, el Referi, ¿creés que pueda llegar a verlo quizás en una playa de arenas turquesas o en un desierto de semen?, quién sabe, un poquito nervioso estoy y qué querés, hipergordo, es mi debut. Ves, así es como el aceite del dolor se diluye, había que romper el vaso nomás, bueno sí, es un precio alto, pero soy propietario, ahora puedo sonreír de verdad y no con esa sonrisa de calzón ajustado de antes, es un precio alto toda esta sangre (¿no estoy gracioso así acostado en el bañadera?), pero ahora soy propietario, recontraregordísimo, soy propietario.





PROPIETARIO 2.
Se está tan bien acá que parece un sueño lindo. El hecho de estar acostado en este pantano a rayas verdes y blancas no es para nada un impedimento para el goce. Y es raro, porque se me mezclan climas. Interior un frío húmedo y rojo, un frío que me hace oír campanillas a lo lejos, y por fuera este pegamento al que llamé pantano o sábanas o bañadera o ataúd o navío o gladiolo maternal. Los motivos: lo de siempre, el arroz que se pasa, urnas que se morfan errores ajenos para elevar hongos cardíacos, la pierna trasera y no me deja avanzar y no soporto estar detenido, ves que son los mismos motivos de siempre, hay más pero para que aburrirte.El techo es mis ojos porque puedo mirarme ya desde arriba sin corporeidad, con un vestido largo y muy azul, desde costas escocesas: me doy risa. ¿Por qué no esto?: mis ojos son el techo también. Mis pupilas giran, dándome viento, dándole viento al yo del pantano, al de abajo, que tiene frío y calor, que se vende y se compra porque quiere ser propietario. Y siente el pinchazo desde el otro lado, el segundo pinchazo, menos burdo éste, y se despide, el buque comienza a avanzar en el agua, en la saliva de la eternidad y, rodeado de líquidos, me siento aguaviva y manzana, o propietario si querés, porque ahora soy mío aunque sea por breves segundos, después veremos: no laven la sábana, es la evidencia de mi paso por este barro que ya dejo.



Ha nacido el murciélago - dijo la monja con tonada española. Hubo flores determinadas que se pudrieron. Y aquí no ha habido magia, sólo asco, menstruación en charcos, allí nada él, insípido intruso de la vida.

Hay un rayo pálido que se derrama sobre sus negras membranas (pero ya no interesa, él debe morir aún un trayecto extenso) y una pirámide irregular, aguda, mortal, ojos claros. La muerte tiene ojos claros. Con ellos muerde en la noche del latido a todo ser que cae sobre su sol oscuro.

Pero ya sin proyecciones temporales, ese feto nato sin calma respira el aire que detestará en las siestas del calor lácteo. Beberá jabón acaso pretendiendo lavar la indelibilidad. ¡Qué pena tanto desgaste! ¡Qué deseos de retroceder hasta el momento en que dos seres deciden no enredar sus sexos irremediablemente para restarle transeúntes a la muerte escenificada! ¿Qué macabra mentalidad organiza los peldaños descendentes hacia la consumación de un murciélago errante? ¡Qué perverso pasatiempo el de tramar kilogramos de sarna! ¿Quién se hace responsable de la vaca que se descompone al sol al costado de la ruta? ¿Quién es ese perro abocado al cadáver abandonado? ¿Por qué el murciélago conoce a las moscas que se revuelcan ebrias en esa zona de pus que brilla iridiscente en la mañana de un día tan estéril como cualquier otro?.

Yo no sé qué es la muerte pero si es la tijera para el llanto desde la uretra tendríamos que ver que sería casi respetable empezar a respetarnos (desde el abandono absoluto), a respetar cada hueso destrozado de ese montículo que fuimos.

El murciélago hiede en nombres inútiles como Mis Enemigos o Conmiseración De Un Ser Negro A Otro Ser Muerto y generalmente las señalizaciones enceguecen porque muestran un solo rumbo para acabar.



Hay un hálito en un espejo. Una araña lo surca, el hálito chupa a la araña que desaparece en el centro del espejo
Hay huellas, líneas sobre una respiración abandonada en un espacio donde miro con calma, el nebuloso rostro de un monstruo.
Se descifra un mapa, es desnudada una pirámide. El pez del temor y su aliado, un dedo tembloroso, matan el sendero:
Toda madriguera del azar acaba consumida en los brazos del viento.
Hay un espejo. Un niño lo rompe de un piedrazo y es puesto en penintencia.
Eso no se hace.


El rostro de un mono blanco en estado de dolor, de angustia no catalogable, se aparece al cerrar los ojos. Pero no demora en consistencia, se desarma en un fantasma antropomórfico que se confunde o yuxtapone con el escupitajo tuberculoso de una luna amarillenta que emerge en la pubertad de la noche. Acabar con algo, descansar. Alto propósito para semejante enano.


Lo que se pulveriza en estas instancias es el tronco del payaso, no su mueca.


Pido un tigre de cualquier color para aplacar a esta ambulancia destripada que recorre pasillos sin frenos en la mandíbula. Ya la cuchara ha revisado todos los miembros y se aleja sucia de sangre y restos patológicos. Pero esto es sólo una diapositiva onírica en plena vigilia. La arena se hace densa. Todo prosigue contenido. El murciélago urgente pasea en su laberinto flagelando su diminuto ano. Las lágrimas caen atrapadas en la cuchara suspendida. El que no ve pide fuego.
Sé que si la Dientuda penetra en mis aposentos estaré desnudo y no opondré resistencia porque pujar en el sueño para dejar de soñarlo es la bandera que nos condena a ser mordidos: la nena cristalina brinca en los tablones.

Somos adoradores de la montaña venenosa pero sólo el agua podrida de las zanjas nos reconfortará según nuestra estatura.

Usted, señora cubo, su coprofagia me excita. Deme esa cobija de pájaros muertos. Lo que genera mi vejiga es un mensaje para sus lenguas ávidas de nuestro tuétano. Pero no se confunda, no sonría, estas alas no son mías, se las pedí prestadas a una amiga mía que se ahorcó en el silencio infeccioso de un caos iniciado en la matriz de su mamá. Después, bueno, usted sabe, el embudo.

Las huestes de la Dientuda depositan hileras de azufre alrededor de mi cueva para que resbale un anticipo de eso que demora y alarga este latir.


Mariposas nacen del borde de la copa. Ahora vuelan despatarradas hacia la luz que clama. La luz no es sino la boca que las hará polvo antes de que emitan frente a mí el vocablo. "Ahora soy opaco". Repito esta frase cada mañana para reubicarme.


Detiene su bicicleta junto a las vías, un tren que pasa, arriba un sol y su hegemonía satírica. Los tendones del tren lo hipnotizan, lo llaman. Ven aquí, abandona tu murciélago y ven aquí, con nosotros está la fuerza que necesitas, oh flaco, sincérate, arrójate a mi paso, soy tu tren. El tren le ofrece un tórax erótico, un tigre final, mientras el murciélago puja desde el pecho del niño, esto quiere decir : el niño está en peligro. La confabulación de las Arpías le deposita una calcomanía de humo en la frente, se confunde, adquiere una pinacular certeza. El murciélago, empleado del mal, aletea enérgico y pectoral, se autodenomina el indomable para reír a carcajadas de tan sutil ocurrencia (y para contribuir a la confusión de quien lo contiene y lo sufre). Quiere ser vomitado, está a un paso de serlo, el niño está a un paso del riel, del tren terrible que arrasa el aire que el niño reclama sin conciencia. Un pie se eleva, se despega del piso, avanza hacia las vías, el tiempo se ha detenido o corre a tal velocidad que es la quietud, la antesala de la anciana de enormes dientes plateados, la carcajada del murciélago es abismal, un pasillo de luz negra; se detiene. El niño retrocede, integrándose nuevamente. Se frota los ojos, respira como si sus pulmones fuesen barcos rescatados. En una de las ventanas del tren (¿cómo discernirlas, cómo creerlas ventanas tangibles?) ha visto a los conejos, que lo miraban, con pena, con ojos de ausencia. Esos mismos ojos lo empujaron hacia atrás, le explicaron que aún debía seguir esperando, lo embaucaron otra vez. La bocina del tren se oyó a lo lejos. El niño devolvió el saludo, volvió a su bicicleta y pedaleó toda la tarde pensando que la vida era una nena de agua.



A las hojas que resbalaron en la cornisa, el viento de fin de invierno las envolvió en su llanto frenético y quise volver a la maternidad, quise borrar toda huella de presencia, todo error consumado. Las circunvoluciones de las hojas marcaban el compás de la melodía de la muerte en mis ojos. Me veía. El espejo me miraba irme, se disolvía en un hurto de mis facciones reproducidas. Una espiral de agua se organizó, se desorganizó en lo que ascendía frente a mí o me chupaba. ¿Ven?, ahí donde agité las manos para rugirle a la nada es el espacio donde se aplaca la sed del mongoloide, que baldea con su onírica princesita de agua los patios de rabia dental, que repite y repetirá su caída ya tediosa de orugas, que aplaude la ausencia pastosa de los conejos, que nada termina de comprender a fuerza de no forzarse (sí se fuerza, pero centrípetamente y así quedan las tripas). Habrá que volver, pequeniño, o quizás concebir una diagonal que desemboque en la risa sin final, en una selva de paños. Por ahora sólo podemos confiar en la puntualidad del sol, pero sólo por ahora. Entonces, pinchemos los caballos y vayamos a la playa de los moribundos, hola sol.



Medicina para todos.Con la uña bisturí del dedo índice practicamos la incisión en la zona afectada. Al abrirse la piel queda al descubierto el dolor situado que es una goma roja que late por sí misma. Con dos dedos actuando de pinza extraemos la goma dolorosa que intentará escabullirse de la pinza mediante resbalosidad. Ya extirpada y desechada, se cierra la herida con la yema del dedo índice que posee la uña cortante.

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